jueves, 29 de septiembre de 2011



LA UTOPÍA DE LA DICTADURA 
DEL PROLETARIADO





Guillermo Cortés Domínguez (*)

Una inquieta joven demandó con energía una autocrítica pública de los adultos. No fui protagonista relevante, ni nada parecido, de la Revolución Popular Sandinista, pero considerando que los jóvenes son quienes cambiarán Nicaragua, quisiera decir algo al respecto a los interesados, desde mi rol de entonces como periodista durante once años del diario Barricada, órgano oficial del FSLN.

En los años setenta tuve vínculos no orgánicos con los Comité de Lucha de Estudiantes Universitarios (CLEU), el Frente Obrero (FO) y el Movimiento de Acción Popular Marxista Leninista (MAP-ML), lo cual me proporcionó ideas y valores alrededor de  derrocar el sistema político imperante, establecer una dictadura del proletariado en alianza con el campesinado y eliminar la propiedad privada y a la burguesía mediante la total confiscación de sus medios de producción. Estas eran mis banderas, creía en un solo partido, una sola central sindical, una sola organización de jóvenes, es decir, nada fuera del aparato en el poder.

Desde esa perspectiva, no existía el concepto de libertad ni de democracia, solo el centralismo democrático, que conllevaba aceptar las decisiones mayoritarias, y apoyarlas, no obstante se estuviera en desacuerdo. En cuanto a elecciones libres y alternancia en el poder, estaban fuera de juego, el poder revolucionario no podía discutirse, y menos disputarse, ¿con quién?, si solo una clase debía ejercerlo. Pero asumía estas ideas de una manera mecánica, pues nunca me pregunté si se ajustaban a las condiciones de Nicaragua. Por ejemplo, dictadura del proletariado, ¿con qué obreros?, no estaba en mis interrogantes, pese a que, era obvio, no teníamos una clase obrera desarrollada, ni mucho menos. El MAP osciló entre el marxismo-leninismo, el maoísmo y el trotskismo, fue admirador de Enver Hoxa, en Albania. Nada me inquietó, excepto unos reportajes de propaganda a los terribles Khemer Rojos, del genocida Pol Pot, en Kampuchea, publicados por entregas en 1979 en el diario El Pueblo.

Fue un gozo supremo el desmantelamiento del Estado somocista y la destrucción de la Guardia Nacional y sus cuerpos represivos, y me alegré muchísimo con las confiscaciones de empresas en 1982, aunque me parecieron acciones tímidas. Empezaba a tomar forma la eliminación de la propiedad privada burguesa. Muchos estábamos maravillados, poseídos de una mística irrepetible, en un estado de ensoñación, convencidos de que, ¡por fin! se comenzaba a hacer justicia a los empobrecidos y explotados de toda la vida. Ríos de leche y miel correrían por todo el país colmando al pueblo y volviéndolo loco de felicidad.

Me parecía natural que se impidiera a la oposición salir a las calles y por tanto aprobaba, por ejemplo, la gran operación con fuerzas de choque contra “Nandaime Va”, o las capturas de opositores como Agustín Jarquín, incluyendo vejaciones como la sufrida por el sacerdote Bismarck Carballo, quien fue sacado desnudo a la calle tras fornicar, o intentarlo, con una bella y seductora agente del Frente, aunque no supe, sino hasta años después, y de boca de uno de los protagonistas principales, que todo había sido una artimaña. ¡Y qué ironía de la vida! La operación estaba dirigida contra el actual aliado estratégico de la pareja Ortega-Murillo, el entonces Arzobispo Miguel Obando y Bravo, pero como éste no cedió a las deliciosísimas tentaciones de la carne, la todopoderosa Seguridad del Estado muy a su pesar tuvo que cambiar de objetivo.

Cuando fui a Europa –creo que en 1983-- como reportero de Barricada para cubrir la gira de una delegación del Concejo de Estado con el Comandante Carlos Núñez al frente, estuvimos a España, Francia, Finlandia y Suecia. En este último país conocí los altísimos beneficios sociales y nivel de vida de toda la población, y quedé deslumbrado, ¡y confundido!, porque ellos eran “los traidores” al marxismo-leninismo, los odiados socialdemócratas vendidos a la burguesía (Kautski, Berstein), pero sus seguidores habían logrado un estado de bienestar excepcional, y me preguntaba, ¿acaso no es éste el objetivo fundamental de un sistema social? El impacto fue tremendo. Por años las ideas chocaban sin esclarecerse, y comenzaron muchas dudas.

Me dolió hasta el alma la derrota del Frente en 1990. Creía que casi todo se hacía bien. Luego me satisfizo que hubiera un aparato electoral para dirimir las diferencias y evitar la guerra, al igual que la alternancia en el gobierno, el cambio de mando en el Ejército y la Policía, sin traumas. Más tarde, me impresionó saber que el CENIDH defendía los derechos humanos de unos y de otros, sin importar su condición política.

No fue sino hasta muchos años después que comenzaron a inquietarme algunas muertes y asesinatos como los de Jorge Salazar y Arges Sequeira, uno, más conocido como empresario opositor y el otro, como líder de los confiscados; y después el de Enrique Bermúdez. Primero solo eran burgueses despreciables y un ex guardia somocista y jefe contra, después fueron lo que eran: seres humanos con derechos. ¿Por qué no se han esclarecido estos crímenes? Stalin también asesinó y no solo de manera selectiva.

Fue como corresponsal de guerra que, con el paso de los años, muy lentamente fui dándome cuenta que los “guardias somocistas” –que al comienzo eran mayoría—fueron desplazados, y a quienes llamábamos “perros” y “mercenarios” en realidad eran campesinos frustrados y molestos con la Revolución (Ver “Una tragedia campesina”, de Alejandro Bendaña), adolescentes, jóvenes y adultos, hombres y mujeres, se incorporaron en masa a la guerra y formaron un verdadero ejército, financiado por el gobierno de Estados Unidos y dirigido por la CIA. Escribí un minucioso reportaje sobre cómo se reproducían los combatientes campesinos, que por supuesto nunca fue publicado. ¿Cómo se formaron y crecieron los Comandos Regionales Jorge Salazar (los Salazares)? era el centro de la historia. Este material quedó en el Ejército.

Luego incluí en las causas de la guerra el distanciamiento del FSLN del programa de gobierno de reconstrucción nacional consensuado, y la ayuda militar al FMLN –internacionalismo proletario, lo justifiqué en su momento--; y después consideré “la piñata” (difícil de creer, pero publiqué en Barricada un artículo al respecto) como una bomba que estalló en el corazón del Frente y lo liquidó para siempre como organización revolucionaria, y de su seno surgió una nueva clase oligárquica. Su dirección se corrompió y quedó anclada en los años ochenta e involucionando hacia lo mágico-religioso-esotérico y la profundización del autoritarismo.

La censura de prensa de la Revolución, que incluyó cierres prolongados de diarios y otros medios, siempre la vi como lógica, pues esos medios hacían apología a la contra. En guerra casi no hay periodismo, sino propaganda. Pero en Barricada informábamos muchísimo más que los medios oficiales de hoy. También conocí la férrea censura de la dictadura somocista. La libertad de expresión solo empezó a perfilarse para mí tras los Acuerdos de Esquipulas, en 1987, y más nítidamente con el gobierno de Violeta Barrios, pues antes mi concepto era restringido al de libertad de expresión popular.

El genocidio cometido por Stalin apareció en toda su magnitud. La bancarrota del llamado socialismo de castas burocráticas corruptas que suplantaron a los obreros y campesinos,  y la derrota electoral del FSLN en 1990, dieron paso a un proceso lento y doloroso de reflexión, a ordenar ideas y asumir conceptos como libertades para todos (de expresión, organización, movilización), respeto a la ley, a la diversidad, tolerancia, gobernabilidad, elecciones libres, institucionalidad. La Convención Universal de los Derechos Humanos pasó a ser un referente estratégico. ¿Qué pasó? Las ideas socialistas han sido enriquecidas con la libertad y la democracia. La práctica derrotó las tesis totalitarias. Lula demostró su validez en Brasil; y el ex guerrillero tupamaro José Mujica, lo hace hoy en Uruguay.

(*) Editor de la Revista Medios y Mensajes.

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