viernes, 10 de diciembre de 2010

Tres tipos de escritura en “Moby Dick”

Guillermo Cortés Domínguez



MsC. Érick Aguirre y el Dr. Iván Uriarte.
(Fotos: Arnulfo Agüero).
En un Seminario sobre Narrativa Norteamericana, conducido por el poeta, narrador y crítico literario Iván Uriarte, analizamos las obras “Moby Dick”, de Hermann Melville y “El Viejo y el Mar”, de Ernest Hemingway. Iván nos proporcionó el contexto histórico de ambas obras, algunos de sus rasgos fundamentales, y nos habló de escritores contemporáneos a estos autores. Así, hemos aprendido un poco de historia de los Estados Unidos y, especialmente, hemos tenido el placer de leer estas dos novelas, la primera, obra insignia de la nueva nación que se consolidaba en la primera mitad del siglo XIX, y la segunda, paradigma de la brevedad y la precisión.

Me pregunto ¿cómo hubiera sido la historia del viejo pescador si hubiera logrado traer a la playa a su gigantesca presa? Hubiera sido recibido como un héroe, hubiera sido objeto de una gran admiración y hasta habría dejados boquiabiertos, perplejos y envidiosos, a sus colegas pescadores, habría gozado sus cinco minutos de fama que se extenderían hasta el final de sus días, porque una aureola inmensa y brillante se habría instalado de pronto sobre su cabeza y le seguiría adondequiera que fuese hasta su ocaso.

Pero las luces amplificadas de los reflectores de la fama nos habrían distraído del mensaje de fondo, habrían ocultado lo esencial, no existiría ese meollo filosófico que es al fin y al cabo lo que representa el dramático simbolismo de “El Viejo y el mar”: la victoria íntima, solitaria, personal, desconocida por todos, y por ello misma multiplicada mil veces en nuestro interior, como una gigantesca inyección de adrenalina moral para toda la vida, que sentimos en nuestros adentros y que nos renueva la existencia y nos motiva para seguir adelante como no lo haría ninguna multitudinaria celebración, como ninguna efusiva felicitación, como ningún rumor sobre nuestra proeza siguiéndonos a cada instante a nuestras espaldas, ¡como nada!, porque no hay algo superior al sustrato moral, espiritual, que es lo que determina la grandeza y estatura del ser humano.

Quizás el mayor esfuerzo que representó leer la obra maestra de Melville sea lo que nos obliga a dejar tan rápidamente a Hemingway y su gran lección de exactitud en el lenguaje, para entrar a lo simbólico y alegórico de “Moby Dick”, que podría ser el aspecto que más atrae a los críticos, como si ello representara las claves para descubrir lo más significativo de la novela, y por eso es que ha sido muy escrutado su contenido profundamente religioso y las alusiones constantes a la Biblia. Las ballenas y, sobre todo “Moby Dick”, son llamados constantemente por Melville como “Leviatán, que según Job y Salmos, ambos en la Biblia, eran seres acuáticos monstruosos. Este término también se asocia a Satanás, pero el autor más bien pareciera utilizarlo en la primera acepción.

Por otro lado, el capitán Ahab representa, con su exagerado espíritu de venganza colindante con la locura, el mal personificado. Melville le atribuye una cierta malignidad a la ballena blanca, incluso se toma un capítulo para disertar sobre la blancura y demostrar que no siempre ésta representa la pureza, el amor y el bien, sino también una forma superior del mal. Entonces el mal está presente en los dos protagonistas centrales de la historia, sólo que uno de ellos, el mal humano, es derrotado por el mal animal, en lo que podría tomarse como que un Dios melvilliano se sirve de los más diversos instrumentos en su aparente lucha constante contra las perversiones que azotan a la humanidad, incluyendo a los animales, como se deja entrever al inicio de la novela con el trepidante sermón del padre Marpple en el que recuerda cómo Dios, mediante una ballena, le da una lección a Jonás. Pero dejemos esto atrás, que ya se ha hablado profusamente de ello.

Lo que más me ha llamado la atención de “Moby Dick”, está en su escritura. Antes quisiera decir que, lamentablemente, aunque leerla ha representado un verdadero deleite, por otro lado, también ha afectado la imagen distorsionada, pero romántica, que cargaba desde mi infancia, de la ballena blanca como una dulce y cariñosa amiga de los niños, quizás formada en mí por los dibujos, carteles y afiches de las películas sobre el ser más gigantesco que habita nuestro planeta. 


Ya Iván Uriarte nos adelantaba que algunos críticos señalan la presencia de dos Melville en este libro, pues se aprecian dos tipos de escritura, como en efecto nos hemos dado cuenta al leerlo. En realidad me ha parecido que hay tres tipos de escritura: uno, al comienzo, en que el autor comparte sus relatos convencionales con verdaderos ladrillos de carácter histórico o estadístico que no son congruentes con el ritmo que lleva la narración y la descripción, y más bien la interrumpen; el segundo tipo, que aparece un poco antes de la mitad de la novela, donde nos topamos, de repente, con una escritura maravillosa, poética, artística, que dibuja imágenes con las palabras, que nos presenta verdaderas pinturas sobre los mares embravecidos, entre otros aspectos, como por ejemplo en los capítulos de La Blancura y La Ballena Moribunda.


(Fotos: Arnulfo Agüero).
Y un tercer tipo de escritura, en el último tramo de la obra, en que  todo cambia, pues el autor parece desembarazarse de cierta camisa de fuerza que lo había aprisionado hasta ahora, y asoma un escritor libre, desenvuelto, pletórico, que hace digresiones por aquí y por allá, creando un tejido de ramificaciones que salen de un tronco común, para después volver a él, y luego salir, y retornar, y así, una y otra vez, llegando incluso a lo que algunos críticos llaman “corrientes de pensamiento” o “corrientes de conciencia”, en las que da vuelo a su imaginación en un estado supremo de excitación, como si estuviera elevado, pero descendiera con armonía y volviera a ascender, sin perder el hilo de la historia.

En estos arrebatos escriturales apasionados, el narrador también habla consigo mismo, y menciona su nombre, Ismael, quien por largo rato, por cientos de páginas de la obra, parece sumergido en las profundidades oceánicas donde sólo habitan los calamares gigantes, visitados esporádicamente por las ballenas descomunales para despedazarlos y alimentarse de ellos; y lo hace emerger, casi asfixiado, aspirando desesperadamente el aire que le falta, entre las enormes olas embravecidas golpeadas por la enorme fuerza de la cola formidable de la ballena blanca. Pero estos soliloquios, y sobre todo estas digresiones, en realidad son breves, pero de alguna manera anticipan, casi tres cuartos de siglo antes, el monólogo interior y, sobre todo, la corriente de pensamiento o de conciencia, de Joyce, en su enmarañado y difícilmente comprensible “Ulises”.

Los tres momentos de la escritura de Melville que me ha parecido identificar en “Moby Dick”, me han hecho recordar los tres tipos de escritura a los que Truman Capote hace referencia  sobre su proceso de desarrollo en el prólogo a su última obra, “Oda a Camaleones”, donde expresa que primero aprendió a escribir, luego a escribir bien, y, en un tercer estadio, que conllevó mucho esfuerzo, mucho tiempo y hasta mucho dolor, a escribir artísticamente, pero todo esto en varios años, lo cual nos lleva a un pequeño misterio en esta obra sobre la ballena blanca que fue escrita en el lapso de sólo un año. ¿Cómo es posible un salto tan espectacular en la escritura en tan sólo doce meses? Igual que Capote, otros autores nos dan testimonio sobre el azaroso proceso que conlleva alcanzar la escritura artística, como Gabriel García Márquez.

Es sabido que para escribir “Moby Dick”, Melville pasó enclaustrado hasta el punto que su dedicación casi exclusiva a la escritura de esta obra, le impedía visitar como hubiera querido, a su amigo el escritor Nathaniel Hawthorne, con quien se disculpó por ello. En varios momentos, el autor hace auto-referencia a su obra, y dos de ellas, que a continuación  mencionamos, parecen alimentar los signos de interrogación que despierta la identificación de estas espectaculares diferencias de creatividad. La primera es en la página 432: “Todo este libro es sólo un esbozo. Un esbozo de un esbozo”, como si fuera sólo un borrador que anuncia una obra mayor.

No obstante, casi 300 páginas después, en la 716, nos dice: ¡Tal es la virtud magnificadora de un tema inmenso y libre! Crecemos con su volumen. Para producir un gran libro, hay que elegir un gran tema. Nadie podrá escribir nunca ninguna obra grande y perdurable sobre las pulgas, aunque muchos lo hayan intentado”.  Por un lado, al afirmar “Crecemos con su volumen”, ¿se referirá Melville a su crecimiento como escritor?, y por otro, sin ninguna reserva el autor hace gala de lo que considera será un gran libro. El hijo de una ilustre familia bostoniana venida a menos e inesperadamente convertido en ballenero y luego en escritor, resalta la calidad de su tema, que es precisamente, a juicio de muchos críticos, lo que da grandeza a una obra literaria. Ya no existe el esbozo del que hizo mención muchos capítulos atrás. En vez de ello, se plantea una gran obra, razón por la cual su desilusión fue tanta por la mala crítica y casi nula aceptación del público con que fue recibida su novela.

Entonces Melville: ¿no dejaste un diario íntimo donde explicaras cómo sucedió este vertiginoso ascenso hacia las cumbres literarias, cómo lograste pasar de escribir bien a escribir artísticamente, como dice Capote, en tan poco tiempo? O explicar, por ejemplo, por qué si lograste parafrasear con gusto y musicalidad a muchos autores de libros y tratados sobre diversos aspectos de la ballena y presentar esa información de manera agradable y atractiva y en línea con la narración y la descripción de la novela, en otros casos, al inicio del libro, no lo hiciste, e insertaste, en un exceso de facilismo, esos ensayos ladrillezcos que levantan un paredón en medio del hilo de la obra? ¿Cómo debemos explicarnos todo esto querido Hermann? Lo más probable es que de ninguna manera, porque una obra maestra siempre levanta este u otro tipo de misterios.

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