Guillermo Cortés Domínguez
Entre una amena colección de anécdotas reveladoras que se van desgranando como una cascada musical, entre bellos pasajes de sus relaciones intensas, contradictorias y dramáticas con Gertrude Stein, Scott Fitzgerald y Ezra Pound, entre diálogos reveladores con varias personas en algunos cafetines y hoteles, y entre descripciones detalladas de una parte del paisaje urbano parisino, donde vivió por casi seis años, el escritor estadounidense Ernest Hemingway filtró en su libro-memoria “París era una fiesta”, trascendentes comentarios sobre el arte de escribir, algunos de los cuales, desarrollados, forman parte de la teoría de la creación literaria.
Contrario a lo que pudiera pensarse en un primer momento, la relación de Hemingway con los cafetines, no era por bohemia, como ha sido y sigue siendo tan usual en muchos escritores y otros artistas. Menciona al inicio el Des Amateur, “un café tristón y mala sombra” en la callejuela Mouffetard que da a la plaza Contrescarpe, y apenas unos párrafos después, otro, en la Plaza Saint Michel (“simpático y caliente y limpio y amable”), donde una joven le atrajo tanto que lo puso “caliente”, pero a fuerza de voluntad venció la tentación y se dedicó a lo que había llegado, a trabajar con papel y lápiz.
El episodio en el café de la Plaza Santi Michel, revela a un joven Hemingway muy estricto, organizado y metódico en la narrativa. Como parte de su autoexigencia, se propuso escribir un cuento sobre todo asunto que le fuera familiar, lo que le daba una disciplina casi espartana, en su esfuerzo por convertirse en un verdadero escritor.
Se tomaba muy en serio la escritura quien sería el autor de “Por quién doblan las campanas”: “A menudo necesitaba toda una mañana de trabajo intenso para escribir un párrafo”. Era sumamente exigente consigo mismo: “A partir del momento en que empecé a despedazar mi estilo y a desprenderme de toda facilidad y a probar de construir en vez de describir, mi trabajo se había hecho apasionante”. Esto me pareció una verdadera revelación.
No obstante, lo que más me llamó la atención, lo que verdaderamente me impactó de “las lecciones de Hemingway” en este libro, es que abrazara con total confianza, casi ciegamente, los dictados de su inconsciente en vez de la racionalidad. Él lo expresa mucho mejor: “(…) no pensar en lo que tenía a medio escribir, desde el momento en que me interrumpía, hasta que volvía a empezar. Así mi subconsciente haría su parte del trabajo…”.
Ernest también trabajaba en el cuarto que alquilaba en el último piso de un hotel donde murió Verlaine, pero prefería los cafetines, y el que más menciona en “París era una fiesta”, es el Closerie des Lilas, donde pedía un café créme que a veces dejaba a la mitad, absorto como se ponía, escribiendo; o se regalaba un trago y ocurrió también que alguna vez no se lo tomó. El trabajo de escribir lo atrapaba hasta abstraerse del mundo exterior. Podía llover, tronar y relampaguear, pero ni se inmutaba.
Incluso podía llegar alguien a interrumpirlo y Hemingway lo trataba de echar con groserías corrosivas (hijo de puta, boca de mamón, marica, chulo),y el hombre lamentándose (no hice más que saludarte; te has vuelto tan grande, que ya no se puede ni saludarte; nunca piensas en los demás; imagina lo que representa querer ser escritor y sentir la vocación en todas las fibras del cuerpo, y, sin embargo, fracasar siempre) y no importaba lo que el otro le dijera (Las lamentaciones no me estorban) ni el tiempo que le hablara, él lograba continuar escribiendo y finalizar su tarea, y entonces sí, podía darse el lujo de conversar con alguien. En este diálogo, quien sería el autor de “El viejo y el mar” se exhibe en una despreciable prepotencia e insensibilidad.
Una aspiración de Hemingway en París era escribir de modo de hacer efecto en los lectores sin que ellos se dieran cuenta, así, cuanto más leyeran, más efecto les hará. Una frase suya arroja claridad sobre esto: “Uno puede omitir cualquier parte de un relato a condición de saber muy bien lo que uno omite, y de que la parte omitida comunica la sensación de que hay más de lo que se ha dicho”.
Por supuesto que estas omisiones deliberadas de las que habla el escritor estadounidense, nada tienen que ver con los malabarismos por los que criticaba a Scott Fitzgerald, quien escribía cuentos para revistas y periódicos, y luego los modificaba de acuerdo a criterios mercantiles. Fitzgerald se defendió diciendo que así costeaba su vida para poder escribir libros decentes. Pese a sus críticas despiadadas, Hemingway apreciaba su talento como escritor: “Si era capaz de escribir “El gran Gatsby”, no cabía duda que sería capaz de escribir otro todavía mejor”.
Participantes en el Seminario. (Fotos: Arnulfo Agüero). |
Al menos en los años que lo trató en París, Pound no se interesó en los grandes escritores rusos, y no se los recomendó a Ernest, a quien más bien apremió a leer a los franceses, pero el joven periodista leía a Chejov y a Dostoiesky, quien, a su juicio, no seguía la máxima de Pound de utilizar la palabra precisa, “pero que a veces daba a sus personajes una vida como casi nadie lograba dar”. Y agregó: “¿Cómo puede escribir tan mal, tan increíblemente mal, y hacernos sentir tan hondamente?”.
La enseñanza de Pound caló profundamente en el joven Hemingway, tanto que, cuando se propuso escribir una novela, le pareció un desafío extremo, le pareció imposible lograrlo, “precisamente cuando, esforzándome con gran dificultad, había aspirado a meter en un sólo párrafo el destilado de todo lo que sale en una novela”. Su salida fue escribir cuentos más extensos, como entrenamiento.
Una técnica usada por Hemingway en París era escribir hasta que algo tomaba una forma y detenerse cuando veía claro lo que tenía que seguir y así estaba seguro de continuar al día siguiente. Complementa lo anterior con esta confesión: “ (…) ya me había adiestrado a no secar nunca el pozo de lo que escribo, y a pararme siempre cuando todavía queda algo en lo hondo del pozo, y a dejar que por la noche lo volvieran a llenar las fuentes de que se nutre”.
Quizás era su manera de evitar encontrarse con la página en blanco, terror de tantos escritores, y aunque no siempre lo logró, tenía un antídoto para ese temido momento: “Lo único que tienes que hacer es escribir una frase verídica”. Generalmente le salía algo que él había observado o había oído decir.
(Foto: Arnulfo Agüero). |
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